Lo que el tiempo se ha llevado

Piedad Con el paso del tiempo algunas costumbres han desaparecido, a veces bruscamente y otras porque los tiempos evolucionan y se someten a procesos de cambio. Una de las más típicas es la matraca. Las matracas, junto con las carracas, tablillas, simandras y otros objetos "ruidófonos", eran utilizados fundamentalmente durante el desaparecido oficio de las Tinieblas, en el momento que la liturgia indicaba que los fieles hicieran "un poco de ruido". Aunque las parroquias, cofradías y otras entidades tuvieran las suyas para los oficiantes de la ceremonia, los asistentes llevaban de casa su matraca o su carraca para la ocasión.

En efecto, muchos aún recuerdan cómo las grandes matracas y carracones instalados en torres y espadañas tenían como función principal sustituir a las campanas en su lenguaje de horas y avisos durante los días del triduo sacro, concretamente desde la hora nona del Jueves Santo hasta las tres de la tarde del Sábado. A la pregunta de "-¿Por qué no se tocan las campanas en los tres días de la Semana Santa?", se responde "-Porque las campanas son símbolos de los Prelados, Pastores y Predicadores Evangélicos, y todos cesaron y enmudecieron, huyendo en su Santísima Pasión en aquellos tres días que estuvo Cristo Señor nuestro en el Sepulcro". De este modo, durante el tiempo de Pasión debían enmudecer las campanas y sólo "hablar los leños", en recuerdo del árbol de la cruz donde murió Cristo, único mensajero de la fe en aquellos momentos. Nuestro poeta Vicente Medina nos lo relata en su celebre poema "pasión y muerte"

Muerto el Señor, ya no
suenan
Jueves Santo las campanas
hasta el Sábado de Gloria
en que vuelven a tocarlas.
En su lugar, a los fieles
a la iglesia se les llama
tocando por las esquinas
y en la torre, la matraca.
Hay dos clases
de matracas;
la que tocan por las calles..

La romería del Ope

La romería al Ope para festejar la Pascua Florida de Resurrección y colocar una cruz de madera, envuelta en un lienzo y una bandera, era festejo de una arraigada tradición, de la que hoy sólo queda como vestigio, la romería: el día de la «mona».

Los auroras y la cuadrilla de ánimas

Semana Santa El origen de la Hermandad de Ánimas está vinculado a las predicaciones de Franciscanos y Carmelitas que difunden la creencia en el Purgatorio favoreciendo la génesis de cofradías de las Ánimas Benditas, representada en la Virgen del Carmen. Un rasgo puntual es su gran acento en la asistencia social, especialmente en todo lo que rodea a los actos funebres, inscritos en el apogeo del culto a la muerte, tan presente en la sociedad española de los siglos XVI al XVIII. En Archena como trabajo de antigua Cofradía de las Animas (1516) estaba el socorro de los enfermos y la atención a los que morían y no tenían donde ser enterrados.... Vicente Medina a finales del siglo XIX nos cuenta que su padre pertenecía a un grupo de Auroras formando parte de una cuadrilla de Ánimas que cantaba los villancicos acompañado de la guitarra, con el tío Bartolo, «el ciego», que también tocaba la guitarra y el violín, el tío Alubias, el tío Peña y Blas Baeza. Esta cuadrilla de cantaores acompañaba a la Hermandad de las Ánimas por la huerta y el pueblo cuando hacían sus procesiones. Iban presididas por un estandarte que era un lienzo pintado al óleo con un marco y flecos de terciopelo rojo. En el lienzo había una Virgen del Carmen cuyos pies se abrasaban en vivas llamas, un anciano, un hombre joven y una hermosa mujer. La cuadrilla iba de puerta en puerta tocando motivos del Rosario de la Aurora y haciendo sonar unas campanillas sin cesar. Los vecinos daban dinero, cebada o maíz, pavos, ca-pones, lo que podían, que luego la Hermandad lo subastaba para recoger dinero para los pobres. Muy sentidos eran los cantos de pasión que todavía se pueden escuchar por los auroras murcianos Jueves Santo en la plaza de Santo Domingo:

"Jueves, en la noche fue,
cuando Cristo enamorado,
de Amor su pecho abrasado,
quiso darnos a comer
su cuerpo sacramentado..."

Entre los versos que relatan la dramática historia, aparecen las expresiones conmovidas que reflejan el estado de ánimo de cantores y oyentes:

"Ya va con la cruz a cuestas
Cristo nuestro Redentor,
para llevar, ¡ oh, dolor!
sobre sus espaldas puestas
las culpas del pecador...

En tan triste desventura
no va a encontrar más consuelo,
que hallar llena de tristura
a su Madre, ¡ luz del cielo ¡
en la calle de la Amargura..

¡ Oh, dolorosa María,
madre triste, en tu aflicción,
dame luz para que diga
la pena que padecía
tu afligido corazón...!"

Y ahora es necesario que el pregón se refiera, aunque someramente, a los artistas que han puesto su inspiración y sus manos al servicio de las escenas de la Pasión, todos murcianos y maestros consumados de la imaginería religiosa. Baste citar entre los escultores imagineros a Enrique Salas, González Moreno, Juan Carillo, Manuel Juan Carrillo, Mari Carmen Carrillo, José Hernández Navarro, Juan Lorente y Francisco Liza ....Ellos no solo tallan las imágenes de los grupos pasionarios, sino que imprimen en ellas un sello especial, caracterizado por destacar actitudes, ademanes, miradas, gestos y demás cualidades, contribuyendo a que sean portadores de los gráficos mensajes que trasmiten.

Y como decía García Lorca, en el primer pregón de Granada en 1936 "la vigencia de la Semana Santa es la propia vida del hombre, que cada día es traicionado, negado, atravesado, herido, engañado, apaleado, arrastrado de palabra y de obra y después es crucificado ..."

Pero la Semana Santa archenera no sólo es un desfile de procesiones, es también una fiesta para los sentidos: una fiesta para los ojos que viven una apoteosis del color cuando ven pasar esas lentas hileras de capirotes negros, blancos o morados, o ese blando aleteo de las capas rojas o blancas. Esa apoteosis del color que se vuelve de un rojo intenso en las capas de los armaos, que se vuelve bronce resplandeciente en las armaduras, o se vuelve arco iris en el abanico multicolor de sus bordados y de sus penachos. El color de nuestra Semana Santa es un color de emoción contenida, ese color que nos da nuestro cielo y la huerta que hizo grande a este pueblo. Los colores de las Cofradías son un símbolo de lo que cada una representa, y que responden a la gama cromática de la naturaleza murciana. Siete colores dan singularidad a las Cofradías archeneras en consonancia ambiental, cuando en realidad el simbolismo pasional sólo admitiría tres: morado, negro y blanco, correspondientes a pasión-sufrimiento, a muerte y a resurrección.

La Semana Santa entra también por el oído, porque además del sonido de sus bocinas y la música de sus bandas, además de sus cornetas y tambores, sus trompas, sus trombones, sus oboes y sus flautas traveseras, hay otras músicas que vibran en los pentagramas de estas tardes de marzo o de abril.

Nuestra Semana Santa tiene un olor propio: es el típico olor de los hornos en los que se cocían -hoy cada vez se hacen menos- las monas de pascua que por estas fechas llenaban las despensas y las alacenas, y que antaño olían a la harina y a la leña de los viejos hornos; tiene igualmente el olor a azahar y otras muchas flores de los pasos, el olor a cera de las procesiones y el olor a incienso de las iglesias...

La Semana Santa archenera rinde también tributo al sentido del gusto, porque hay sensaciones que van dirigidas directamente al paladar. Ese sabor a mona dorada y esponjosa, coronada de huevo duro, a habas tiernas que crujen al morderlas, a comidas de vigilia, a los guisos de trigo, de bacalao y sobre todo a paparajotes. La procesión nos sabe a los archeneros a merienda en la calle, guardando las sillas y esperando impacientes el rumor de los tambores. Nuestra Semana Santa sabe a caramelos, algunos envueltos en versos, que se deshacen lentamente en la boca dejando un regusto a infancia perdida: a anís, limón, menta, fresa y naranja.

Y, finalmente, el quinto y último de los sentidos con el que puede percibirse la Semana Santa es el del tacto. Ese tacto de la mano siempre abierta con que este pueblo recibe a todos los forasteros o paisanos que, por estas fechas, llegan desde otros lugares. Y ahí, en ese gesto de estrechar la mano a antiguos vecinos, a familiares o a viejos amigos, es donde estas fiestas adquieren su dimensión más entrañable, más auténtica y más solidaria.

Un pueblo está hecho de las manos que lo trabajan, de los pasos que recorren sus calles, del bullicio de sus fiestas; pero también está hecho de memoria. Un pueblo es la realidad de todos los días, pero también es un mapa antiguo lleno de recuerdos. Un pueblo es toda esa gente que cada mañana sale de su casa a enfrentarse a la vida, pero también es ese metal, ya frío y callado, de sus muertos. Un pueblo son sus casas, sus calles, sus plazas, sus tabernas; pero el pueblo de verdad, el que se lleva siempre a todas partes porque está dentro de uno mismo, es el de la infancia.

El pueblo que no recuerda sus raíces es un pueblo muerto, no todo es hormigón y bienestar, el ser humano necesita cultivar sus creencias para seguir amando. Pobre de aquel que no tenga nada que recordar.

Autor: Manuel Enrique Medina Tornero.

Publicado en: "Pregón de Semana Santa Archena 2007"